Artículo de opinión extraido del blog personal de Juan Pina (www.juanpina.com), Presidente del Partido de la Libertad Individual (www.p-lib.es).
Como en la conocida obra de Molière, la institución monárquica española ha quedado expuesta. Las vergüenzas que antes todos callaban aparecen ahora en los comentarios de los tertulianos y en los editoriales de los medios, incluso cuando la intención es de apoyo a la corona. Juan Carlos I el campechano está desnudo.
Durante estos casi cuarenta años de reinado, la institución apenas ha cambiado y seguramente no ha comprendido bien que la sociedad sí lo ha hecho. En los años del felipismo, de Boyer-Preysler y la beautiful people, del pelotazo fácil en el marco del falso milagro español, inducido por la inversión europea y por la expansión crediticia ilimitada, la institución era la guinda simpática de la nueva España que se sacudía la caspa y se presentaba remozada ante el mundo para decirle que ya no era different sino cool. Como el monarca más dicharachero hacía las delicias del pueblo llano y de los mandamases de fuera, todo le era perdonado. Había un consenso político y mediático para ocultar sus extraños negocios, de los que han salido escaldados unos cuantos empresarios de primera línea, y para silenciar sus juergas y amoríos, ejemplarmente soportados por esa gran profesional.
Pero al final todo cansa. Han ido pasando las generaciones de políticos, editores y tertulianos. Desde aquella singular pero duradera y efectiva alianza Ferraz-Zarzuela hemos llegado a las declaraciones de Tomás Gómez pidiendo la abdicación. Desde la reverencia arcaica e irracional que caracterizaba a nuestros conservadores, fundamentada en su rancio tradicionalismo y en el mal recuerdo de lo que en España significó la palabra “república”, hemos asistido a una significativa inversión de roles que hoy hace prácticamente más republicana a la derecha moderna que a la izquierda de siempre. Y desde la sacralización institucional hemos transitado hasta la pública retirada de las mordazas largamente autoimpuestas. Ya no es El Jueves, ya es el mainstream mediático, con la pintoresca excepción de los incondicionales de siempre.
Ser iconoclasta frente a tan obsoletos mitos y escéptico respecto a quienes los representan ya no es cosa de la izquierda radical sino de la gente común, con independencia de su adscripción política. Y, por supuesto, es también cosa deliberales. Ya era hora de que todo el mundo se desprendiera de la reverencia boba y cursi ante estos señores y adoptara una actitud más iconoclasta, que eso siempre higieniza. Ahora ya es la sociedad española en su conjunto la que señala a Juan Carlos con el dedo índice (cuando no le muestra directamente el dedo corazón) y le dice, como el niño de Molière, lo que antes no se podía decir por más que fuera un secreto a voces: que el rey está desnudo.
Y, bueno, pues todo esto requiere una reflexión sobre el futuro del armazón institucional del Estado. No hacen falta sesudos estudios ni complejas divagaciones. Lo único que hace falta es comprender que la corona no hace ninguna falta. Que no es necesaria. Que nos podemos desprender de ella con toda tranquilidad y sin que por ello cambie nada más, con independencia de los cambios que unos y otros desearíamos respecto a otras cuestiones, todas mucho más importantes.
El primero en entender todo esto debería ser Felipe Borbón. A este chico (me permito la confianza porque ambos somos de la quinta del 68) se le supone bastante bien formado culturalmente. Dicen que es inteligente y que es un hombre de su tiempo. Está muy viajao, estudió fuera, ha conocido la realidad política con una cercanía envidiable. Pues, caramba, él mismo debería ser el primero en comprender que la monarquía ya no sirve. Es el momento de demostrar ese inmenso amor a España que él y su familia siempre proclaman, haciéndole un último servicio: apartarse. En vez de esperar a que le echen, como a su bisabuelo, debería ponerse él al frente del proceso, abanderarlo y pasar a la Historia como el príncipe sensato que entendió que no hay príncipes y que España es un país moderno y normal que, si pudo necesitar coyunturalmente el anacronismo de restaurar la monarquía en pleno 1975, desde luego no necesita que eso se convierta en algo estructural.
No hace falta rey, pero voy más allá: no hace falta jefatura del Estado. El único jefe legítimo del Estado es cada uno de nosotros, no un rey por ser hijo de no sé quién, ni el titular de una presidencia monárquica a la francesa, por mandato jacobino de las masas. No nos hace falta una primera familia, ni de sangre azul ni de sangre roja. No necesitamos “mirarnos” en nadie, no tenemos la menor necesidad de un “jefe” máximo del país que nos dé su paternal ejemplo: escogemos nosotros, cada uno de nosotros, a quién deseamos emular y no es función del Estado ponernos ejemplos para decirnos cómo comportarnos. Es al revés: somos nosotros, sus dueños, los que le ordenamos al Estado cómo debe comportarse y le decimos lo que tiene que hacer.
Por lo tanto, no necesitamos un presidente revestido de solemnidades y misticismos propios de épocas pasadas. El Estado, mientras siga existiendo, debería ser apenas una pequeña estructura encargada de aquellas pocas cosas que, en esta fase del lento desarrollo civilizatorio, requieren todavía una gestión colectiva. Y la verdad es que para eso no hace falta colocar a un individuo-ejemplo en la cúpula honoraria de esa burocracia. No sólo no hace falta: es que resulta molesto porque simboliza una superioridad del Estado sobre cada uno de nosotros que no deberíamos tolerar, porque las ideas tienen consecuencias. Si la masa de papanatas quiere idolatrar a alguien, que se busquen actores y famosetes. Si por cuestiones de protocolo internacional hace falta un jefe del Estado, pues basta con que asuma esa función el presidente del gobierno o el del parlamento, o que rote entre los diputados como sucede en algún país antiguo y sensato, y ya está. No caigamos en el error de sustituir la monarquía por una república monárquica. Sustituyámosla por un paradigma (griego: “ejemplo”) mucho más acorde con la realidad: el de la soberanía de cada persona.
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